sábado, 10 de octubre de 2015

El momento más triste de Scrubs

Al navegar por YouTube uno puede encontrar pedacitos de aquellas series que –sin exagerar– han llegado a formar parte de nuestra vida. Uno de esos pedacitos fue el que encontré bajo el título de Scrubs – Saddest moment ever (Scrubs – El momento más triste).

Aquellos que han visto la serie saben que Scrubs es una de esas raras producciones televisivas que han sabido mezclar magistralmente el drama con la comedia disparatada. Scrubs trata de la vida de unos jóvenes que –como en otras series sobre médicos– comienzan su vida profesional como practicantes (interns) en un hospital y terminan la serie como los doctores principales de sus especialidades; pero todo en medio de un ambiente de mucho humor y momentos disparatados que nos hacen recordar a películas como ¿Y dónde está el piloto? Sí, de ese tipo de humor se encuentra llena la serie.

El personaje principal es Jonathan Dorian (JD), un joven pero talentoso profesional que junto con su colega Christopher Turk (Turk) se desarrolla como médico bajo la tutela de un severísimo pero recto doctor Perry Cox.

Y es precisamente sobre estos dos personajes, JD y Cox, que se desarrolla el momento más triste de la serie.



El momento es particularmente bello porque integra un elemento que sería injusto describir como “disparatado”; prefiero referirme a él como un momento “real maravilloso”. En él podemos ver al doctor Cox conversando con su cuñado –interpretado por el conocido Brendan Fraser– en un campo lleno de árboles. Ellos hablan sobre algo que “ocurrió mal” pero que no revelan. El personaje de Fraser también le pide a Cox que “se perdone” por ello, algo a lo que Cox accede a duras penas, mostrando su conformidad simplemente con un gesto de falso desdén, muy típico en él.

En escenas anteriores del capítulo se puede ver que el cuñado de Cox fue a verlo porque se sentía mal. Luego de unos exámenes se descubrió que tenía leucemia. Y luego desapareció.

Ese contexto nos puede decir algo del tema al que se referían, pero no nos dice nada de lo que verdaderamente está ocurriendo en la escena.

Luego de que Cox termina aceptando el pedido de su cuñado entra JD en el encuadre y le pregunta a qué se refiere con lo de las fotos. Y luego vemos que ambos están solos y que, en realidad, ese campo lleno de árboles corresponde al de un cementerio.

La conversación de Cox con su cuñado (muerto) fue solo una ilusión.

Los comentarios en el video nos explican que eso se puede deber a que Cox no acepta la muerte de su cuñado, y que probablemente él no pudo salvarlo de la muerte.

Algunos podrán decir que la ilusión es un técnica de relato muy común, sobre todo en una serie como Scrubs; sin embargo, creo que el impacto logrado no se debe a la técnica en sí sino a la forma de usarla. La música que se escucha de fondo (Winter de Joshua Radin) le otorga al ambiente una tristeza acorde con el momento, y cada uno de los gestos de Cox (el gran actor John McGinley) reflejan su emoción, un dolor que se te queda impregnado con su llanto reprimido al final de la escena.

No recuerdo cómo lo hice pero llegué a esta escena en YouTube y pensé “sí, en realidad es el momento más triste que le puedo recordar a Scrubs”. Para ser sincero, es uno de los momentos más tristes que le puedo recordar a una serie de televisión, incluyendo las dramáticas.

Los libros y las películas siempre han sido, para mí, fuente de contenido de calidad, pero dado el desarrollo de las series para televisión creo que ahora debemos también incluir a la “caja boba” en esta categoría.

domingo, 20 de septiembre de 2015

Los secretos de Elvira

Este libro es uno de los 12 que me propuse leer este año, pero ya estamos en setiembre y solo he podido concluir la lectura de este único título. La pila de libros comprados y “por leer” se sigue haciendo grande quizás debido a la lentitud con la que estoy desarrollando la lectura de Breve historia de los libros prohibidos de Werner Fuld –y no es que sea una mala lectura, aunque sí algo densa– pero esa es otra historia que luego trataré.

Los secretos de Elvira es una obra del periodista Hugo Coya que nos muestra la vida de una mujer que hasta hace poco desconocía por completo, pero que fácilmente creo que podría ingresar en la lista de peruanos ilustres, o quizás no.

Ese “quizás no” lo incluí porque de nuestros notables siempre esperamos, además del gran aporte que realizaron al país o al mundo, una biografía impecable. Nuestros héroes casi siempre son personas con una vida prácticamente intachable, o al menos eso es lo que nos cuentan las historias oficiales.

Elvira es todo lo contrario. Su desenfrenada –o libérrima– vida la hizo transitar por todos aquellos lugares comunes que asignamos a las personas superficiales y despreocupadas por el prójimo. Elvira era adicta al juego, la bebida y a la vida nocturna de las ciudades donde vivió; y si a eso le agregamos su bisexualidad o lesbianismo (algo que en los años 40 del siglo pasado era, literalmente, un delito), nos encontramos con una personalidad que en la época era considerada muy díscola y a la que pocos podrían atribuir algún acto trascendental para la historia.

Y, sin embargo, lo hizo.

Precisamente por su estilo de vida fue reclutada por el servicio secreto británico para atraer a los agentes de inteligencia nazis y servir como doble agente durante la Segunda Guerra Mundial.

Su nacionalidad peruana (es decir, ciudadana de un país neutral) y la familiaridad con la que se desenvolvía en la alta sociedad del Reino Unido –de la que conocía sus vicios– fueron también factores que ayudaron a que su atractivo como agente le ayudara a cumplir con su misión.

Elvira corrió muchos peligros y puso su vida en riesgo al ofrecer información falsa a los nazis para desviar su atención durante el Día D, el día en que los aliados desembarcaron en Francia y comenzó el fin del régimen nazi.

Y fue precisamente el carácter oculto de su trabajo el que hizo que no se conociera su aporte en la guerra. Sólo después de que se desclasificaron sus expedientes es que recién se supo de ella y de lo que hizo.

Hugo Coya se enteró de esta historia, años después, y escribió este libro que nos narra la extraordinaria historia de esta peruana.

Les recomiendo su lectura.

domingo, 10 de mayo de 2015

La que siempre está ahí

Traté de encontrar el recuerdo más significativo de mi madre, pero no pude. Es imposible resumir todo lo que ella ha hecho por mí –y sigue haciendo– en una sola imagen. Quizás lo más apropiado sea decir que ella siempre está ahí para mí, como siempre lo estuvo desde que tengo memoria.

Recuerdo que siempre la veía conversando con las otras madres mientras yo tomaba clases de karate, durante la tarde, en mis años de primaria. Recuerdo también que siempre se encontraba ahí cuando me enfermaba, cuando cumplía años o cuando simplemente quería llorar. Ella nunca estuvo ausente.

Sin embargo, nunca supe de la fuerza de su tenacidad sino hasta hace unos años cuando, no sé por qué, conversamos sobre las clases de karate que tomaba en las noches, lejos de mi casa, cuando la academia que funcionaba en mi colegio tuvo que cerrar.

Teníamos que transportarnos en la línea 9, unos microbuses de color blanco y negro que nos llevaban por la avenida Arequipa hasta un distrito que entonces me resultaba desconocido: Miraflores.

La academia quedaba en el sótano de un edificio que ahora no sabría reconocer. Ahí nos recibía un hombre ya entrado en años que fumaba sin parar. Él era también el que mensualmente cobraba los pagos a la academia. Yo entraba y mi mamá se quedaba afuera; dos horas después terminaba la clase, me cambiaba y salía a la recepción. Nunca falló, mi mamá siempre se encontraba ahí para hacer el viaje de retorno.

Llegábamos de vuelta a la casa a las 10 de la noche aproximadamente y teníamos que caminar unas cuadras desde el lugar en el que bajábamos del micro.

En ocasiones íbamos apretujados y ella sonreía cuando yo alzaba la vista para sentirme mejor. “Ya vamos a llegar”, me decía. Y aunque sabía que estábamos lejos, me sentía mejor.

Luego de avanzar algunos grados en el karate y cambiar el color de mi cinturón –llegué a verde con dos rayas rojas– también dejé esta academia, aunque entonces por motivos propios que no recuerdo. Quizás fue la flojera.

Cuando en una ocasión visité a mi madre en su departamento conversamos sobre estos tiempos y le pregunté a dónde iba luego de dejarme en la clase. “No me iba, me quedaba sentada ahí, esperándote”, me respondió.

– “¿Dos horas?”
– “Sí, dos horas”

Por muchos años pensé que ella salía a recorrer esas lindas calles que pocas veces podíamos visitar, que se daba un respiro de las cosas que tenía que hacer en la casa o que simplemente hacía “algo” además de quedarse sentada en una silla; pero no, ella se quedaba ahí, pendiente de mí.

Luego de saber esto recién reflexioné sobre lo que hacía cada día que me acompañaba a mis clases, y me di cuenta de todo el tiempo y energía que esta maravillosa mujer me ha regalado simplemente porque sí, porque soy su hijo, porque me quiere.

Y siento que cualquier esfuerzo que haga para reconocer ese amor es diminuto, siento que cualquier cosa que pueda hacer por ella es polvo en el viento en comparación a lo que ella me ha dado.

Sinceramente, doy gracias por la madre que tengo y espero que cada persona de este mundo haya recibido al menos algo del amor que mi mamá me ha regalado durante toda mi vida.